Hace algún tiempo, hubo un pequeño alboroto mediático en España al descubrirse que la Junta de Gobierno de Extremadura, en manos de los socialistas, había organizado, dentro de su plan de educación sexual de los escolares, unos talleres de masturbación para niños y niñas a partir de los 14 años, campaña a la que bautizó, no sin picardía, "El placer está en tus manos".
Ante las protestas de algunos contribuyentes de que se invirtiera de este modo el dinero de los impuestos, los voceros de la Junta alegaron que la educación sexual de los niños era indispensable para "prevenir embarazos no deseados" y que, por lo tanto, las clases de masturbación servirían para "evitar males mayores".
En la polémica que el asunto provocó, la Junta de Extremadura recibió las felicitaciones y el apoyo de la Junta de Andalucía, cuya consejera de Igualdad y Bienestar, Micaela Navarro, anunció que aquella iniciativa era importante y que en Andalucía comenzaría en breve el lanzamiento de una campaña similar a la extremeña.
De otro lado, un intento de acabar con los talleres de masturbación mediante una acción judicial que intentó una organización afín al Partido Popular y bautizada -con no menos chispa- "Manos limpias" fracasó estrepitosamente, pues la Fiscalía del Tribunal de Justicia de Extremadura no dio curso a la denuncia y la archivó.
¡A masturbarse, pues, niños y niñas del mundo! ¡Cuánta agua ha corrido en este viejísimo planeta que todavía nos soporta a los humanos, desde que, en mi niñez, los padres salesianos y los hermanos de La Salle -dos colegios en los que estudié la primaria- nos asustaban con el espantajo de que los "malos tocamientos" producían la ceguera, la tuberculosis y la imbecilidad! Ahora, seis décadas después, ¡clases de paja en las escuelas! Eso se llama progreso, señores. ¿Lo es, de veras?
La curiosidad, no la maledicencia, me acribilla el cerebro de preguntas. ¿Pondrán notas? ¿Tomarán exámenes? ¿Los talleres serán sólo teóricos o también prácticos? ¿Qué proezas tendrán que realizar el alumno y la alumna para sacar la nota de excelencia y qué fiascos para ser desaprobados? ¿Dependerá de la cantidad de conocimientos que su memoria retenga o de la velocidad, cantidad y consistencia de los orgasmos que produzca la destreza táctil de chicos y chicas? No son bromas. Si se tiene la audacia de abrir talleres para iluminar a la puericia en las artes y técnicas de la masturbación, todas ellas son perfectamente pertinentes.
Diré de entrada que no tengo el menor reparo moral que oponer a la iniciativa "El placer está en tus manos" de la Junta de Extremadura. Reconozco las buenas intenciones que la animan y admito, incluso, que, mediante campañas de esta índole no es imposible que disminuyan los embarazos no queridos. Mi crítica es de índole sensual y sexual. Me temo que en vez de liberar a los niños de las supersticiones, mentiras y prejuicios que tradicionalmente han rodeado al sexo, iniciativas como la de los talleres de masturbación lo trivialicen de tal modo que acaben por convertirlo en un ejercicio sin misterio, disociado del sentimiento y la pasión, privando de este modo a las futuras generaciones de una fuente de placer que ha irrigado hasta ahora de manera fecunda la imaginación y la creatividad de los seres humanos.
La masturbación no necesita ser enseñada: ella se descubre en la intimidad y es uno de los quehaceres humanos que fundan la vida privada y van desgajando al niño y a la niña de su entorno familiar, individualizándolos y sensibilizándolos gracias al mundo secreto de los deseos e instruyéndolos sobre asuntos capitales como lo sagrado, el mito, el tabú, el cuerpo y el placer. Por eso, destruir los ritos privados y acabar con la discreción y el pudor que han acompañado al sexo no es combatir un prejuicio, sino amputar de la vida sexual aquella dimensión que fue surgiendo en torno a ella a medida que la cultura y el desarrollo de las artes y las letras iban enriqueciéndola y convirtiéndola a ella misma en obra de arte.
Sacar el sexo de las alcobas para exhibirlo en la plaza pública es, paradójicamente, no liberalizarlo, sino regresarlo a los tiempos de la caverna, cuando las parejas no habían aprendido todavía a hacer el amor, sólo a copular y ayuntarse, como los monos y los perros. La supuesta liberación del sexo, uno de los rasgos más acusados de la modernidad en las sociedades occidentales, dentro de la cual se inscribe esta idea de dar clases de masturbación en las escuelas, quizá consiga abolir ciertas ideas falsas y estúpidas sobre el onanismo. En buena hora. Pero también contribuirá a asestar otra puñalada al erotismo y, acaso, a abolirlo. ¿Quién saldrá ganando? No los libertarios ni los libertinos, sino los puritanos y las iglesias. Y continuará el empobrecimiento y banalización del amor que caracteriza a nuestra época.
La idea de los talleres de masturbación es un nuevo eslabón en el movimiento que, para ponerle una fecha de nacimiento, comenzó en París, en mayo de 1968, y pretende poner fin a todos los obstáculos y prevenciones de carácter religioso e ideológico que, desde tiempos inveterados, han reprimido la vida sexual, provocando innumerables sufrimientos, sobre todo a las mujeres y a las minorías sexuales, así como frustración, neurosis y desequilibrios psíquicos de todo orden en quienes, debido a la rigidez de la moral reinante, se han visto discriminados, censurados y condenados a una insegura clandestinidad.
Este movimiento ha tenido muy saludables consecuencias, desde luego, en los países occidentales, aunque en otras culturas ha exacerbado las prohibiciones y represiones. El mito y culto de la virginidad que pesaba como una lápida sobre la mujer se ha evaporado, por fortuna, y gracias a ello y a la generalización del uso de la píldora las mujeres gozan hoy, si no exactamente de la misma libertad que los hombres, al menos de un margen de libertad sexual infinitamente más ancho que sus abuelas y bisabuelas, y que sus congéneres de los países musulmanes y tercermundistas.
De otro lado, aunque sin desaparecer del todo, han ido reduciéndose los prejuicios y anatemas, y las disposiciones legales que hasta hace pocos años penaban la homosexualidad y la consideraban una práctica perversa. Poco a poco, va admitiéndose en los países occidentales el matrimonio entre personas del mismo sexo con los mismos derechos que los de las parejas heterosexuales, incluido el de adoptar niños. Y, también de manera paulatina, va extendiéndose la idea de que, en materia sexual, lo que hagan o dejen de hacer entre ellos los adultos en uso de razón y decisión es prerrogativa suya y nadie, empezando por el Estado, debe inmiscuirse en el asunto.
Todo esto constituye un progreso, por supuesto. Pero es un error creer, como los promotores de este movimiento liberador, que desacralizándolo, desvistiéndolo de las veladuras y rituales que lo acompañan desde hace siglos, desapareciendo de su práctica toda forma de transgresión, el sexo pasará a ser una práctica sana y normal en la ciudad.
El sexo sólo es sano y normal entre los animales y las plantas. Lo fue entre nosotros, los bípedos, cuando aún no éramos humanos del todo, es decir, cuando el sexo era en nosotros desfogue del instinto y poco más que eso, una descarga física de energía que garantizaba la reproducción. La desanimalización de la especie fue un largo y complicado proceso, y en él tuvo un papel decisivo la lenta aparición del individuo soberano, su emancipación de la tribu, con tendencias, disposiciones, designios, anhelos, deseos que lo diferenciaban de los demás y lo constituían como ser único e intransferible. El sexo desempeñó un papel protagónico en la creación del individuo y, como mostró con más lucidez que nadie el genio de Freud, en ese dominio, el más íntimo y privado de la soberanía individual, es donde se fraguan los rasgos distintivos de cada personalidad, lo que nos pertenece como propio y nos hace diferentes de los otros. Ese es un dominio privado y secreto y debe seguir siéndolo si no queremos cegar una de las fuentes más intensas del placer y de la creatividad, es decir, de la civilización.
George Bataille no se equivocaba cuando alertaba contra los riesgos de una permisividad desenfrenada en materia sexual. La desaparición de los prejuicios no puede significar la abolición de los rituales, el misterio, las formas y la discreción gracias a los cuales el sexo se civilizó y humanizó. Con sexo público, sano y normal, la vida podría volverse infinitamente más aburrida, mediocre y violenta de lo que es.
por Mario Vargas Llosa, el 27/03/10, para el diario La Nación